lunes, 23 de julio de 2012

La piedra alada (José Watanabe)


LA PIEDRA DEL RÍO


Donde el río se remansaba para los muchachos
se elevaba una piedra.
No le viste ninguna otra forma:
sólo era piedra grande y anodina.


Cuando salíamos del agua turbia
trepábamos en ella como lagartija. Sucedía entonces
algo extraño:
el barro seco en nuestra piel
acercaba todo nuestro cuerpo al paisaje:
el paisaje era de barro.

En ese momento
la piedra no era impermeable ni dura:
era el lomo de una gran madre
que acechaba camarones en el río. Ay, poeta,
otra vez la tentación
de una inútil metáfora. La piedra
era piedra
y así se bastaba. No era madre. Y sé que ahora
asume su responsabilidad: nos guarda
en su impenetrable intimidad.

Mi madre, en cambio, ha muerto
y está desatendida de nosotros.



JARDÍN JAPONÉS

La piedra
entre la blanca arena rastrillada
no fue traída por la violenta naturaleza.
Fue escogida por el espíritu
de un hombre callado
y colocada,
no en el centro del jardín,
sino desplazada hacia el Este
también por su espíritu.

No más alta que tu rodilla,
la piedra te pide silencio. Hay tanto ruido
de palabras gesticulantes y arrogantes
que pugnan por representar
sin majestad
las equivocaciones del mundo.

Tú mira la piedra y aprende: ella,
con humildad y discreción,
en la luz flotante de la tarde,
representa una montaña.



EL TOPO

Estaba ahí,
acorralado en el ruedo de los curiosos. Sus garras
escarbaban inútilmente el cemento de la vereda,
y sangraban. No avanzaba,
sólo esponjaba y contraía su cuerpo
según su miedo. Y con su hocico,
rosado y móvil, husmeaba,
lejos de las oscuras galerías,
el aire soleado de los hombres.

Jamás habíamos visto un topo.
Habían capturado un mito, un animal
de bestiario. Por eso
nuestra mente demoraba, se estremecía
no podía creer
que bajo la realidad estridente del sol
hubiera otro animal
de carne lastimada como la nuestra
.