lunes, 25 de abril de 2011

MI OFICIO (Natalia Ginzburg)



Mi oficio es escribir, y yo lo conozco bien y desde hace mucho tiempo. Confío en que no se me entenderá mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escribir me siento extraordinariamente a gusto y me muevo en un elemento que me parece conocer extraordinariamente bien: utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien firmes en mis manos. Si hago cualquier cosa, si estudio una lengua extranjera, si intento aprender historia, o geografía, o taquigrafía, o si pruebo a hablar en público, o a hacer punto, o a viajar, sufro y me pregunto continuamente cómo hacen los otros estas mismas cosas, me parece siempre que debe haber una forma buena de hacer estas mismas cosas que los demás conocen y es desconocida para mí. Y me parece que soy sorda y ciega, y siento como una náusea en el fondo de mí. Cuando escribo, por el contrario, no pienso nunca que quizá hay una forma mejor de la que se sirven los otros escritores. Entendámonos: yo sólo puedo escribir historias. Si intento escribir un ensayo de crítica o un artículo para un periódico, de encargo, me va bastante mal. Lo que entonces escribo lo tengo que buscar fatigosamente como fuera de mí. Puedo hacerlo un poco mejor que estudiar una lengua extranjera o hablar en público, pero sólo un poco mejor. Y tengo siempre la sensación de estafar al prójimo con palabras que tomo prestadas o que robo aquí y allá. Y sufro y me siento exiliada. Por el contrario, cuando escribo historias soy como alguien que está en su tierra, por caminos que conoce desde la infancia y entre los muros y los árboles que son suyos. Mi oficio es escribir historias, cosas inventadas o cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no entra la cultura, sino sólo la memoria y la fantasía. Éste es mi oficio, y lo haré hasta que muera. Estoy muy contenta de este oficio y no lo cambiaría por nada del mundo. Comprendí que era mi oficio hace mucho tiempo. Entre los cinco y los diez años aún dudaba, y un poco imaginaba que podría pintar, otro poco que conquistaría países a caballo y otro poco aún que inventaría nuevas máquinas muy importantes. Pero desde los diez años lo he sabido ya siempre, y estaba atareada a todas horas haciendo novelas y poesías. Todavía tengo aquellas poesías. Las primeras son toscas y con versos equivocados, pero bastante divertidas; y, sin embargo, a medida que pasaba el tiempo iba haciendo poesías cada vez menos toscas, pero cada vez más aburridas y estúpidas. Yo no lo sabía, sin embargo, y me avergonzaba de las poesías torpes, pero las que no eran tan torpes e idiotas me parecían más bonitas, siempre pensaba que un día u otro algún famoso poeta las descubriría y haría que las publicaran, y que escribiría largos artículos sobre mí; imaginaba palabras y frases de estos artículos y, en mi interior, los escribía yo enteros. Pensaba que ganaría el Premio Fracchia. Había oído decir que era un premio para escritores. Como no podía publicar en volumen mis poesías, dado que no conocía entonces a ningún poeta famoso, las volvía a copiar cuidadosamente en un cuaderno y dibujaba una florecita en la portada, y hacía el índice y todo. Me resultaba ya muy fácil escribir poesías. Escribía casi una al día. Me había dado cuenta de que si no tenía ganas de escribir bastaba que leyera poesías de Pascoli, o de Gozzano, o de Corazzini, para que inmediatamente me entraran ganas. Me salían pascolianas, gozzanianas o corazzinianas, y luego, al final, muy dannunzianas, cuando descubrí que existía también este poeta. No obstante, no pensaba nunca que escribiría poesías toda la vida: quería escribir novelas más pronto o más tarde. En aquellos años escribí tres o cuatro. Una se titulaba Märion o La Gitanilla, otra Molly y Dolly (humorística y policíaca) y otra Una mujer (dannunziana, escrita en segunda persona: la historia de una mujer abandonada por el marido; me acuerdo de que había también una cocinera negra), y, más tarde, otra muy larga y complicada con historias terribles de muchachas raptadas y de carrozas, que me daba miedo hasta de escribirlo cuando estaba sola en casa: no recuerdo nada, sólo recuerdo que había una frase que me gustaba muchísimo y que hizo que se me saltaran las lágrimas al escribirla: «Él dijo: ¡Ah! ¡Isabel se va!». El capítulo terminaba con esta frase, que era muy importante, pues la pronunciaba el hombre que estaba enamorado de Isabel, pero que no lo sabía, pues todavía no se lo había confesado a sí mismo. No recuerdo nada de este hombre, me parece que tenía una barba rubia: Isabel tenía largos cabellos negros con reflejos azules, no sé nada más; sólo sé que durante mucho tiempo me daba un escalofrío de alegría cuando repetía para mí la frase: «¡Ah! ¡Isabel se va!» También repetía a menudo una frase que había encontrado en una novela del apéndice del diario «Stampa», frase que decía así: «Asesino de Gilonne, ¿dónde has metido a mi hijo?». Pero de mis novelas no me sentía tan segura como de mis poesías. Al releerlas descubría en ellas siempre un aspecto débil, algo equivocado que lo estropeaba todo y que me era imposible modificar. Entre tanto, mezclaba un poco lo moderno y lo antiguo, sin lograr situarlas bien en el tiempo: había conventos y carrozas, y un aire de Revolución francesa, y también un poco de policías con porras; y, de pronto, aparecía una pequeña burguesía gris con máquinas de coser y gatos, como se ve en los libros de Carola Prosperi, que no pegaba con las carrozas y los conventos. Vacilaba entre Carola Prosperi y Víctor Hugo y las historias de Nick Carter: no sabía muy bien lo que quería hacer. Me gustaba muchísimo también Annie Vivanti. Hay una frase en los Devoradores, cuando ella escribe al desconocido y le dice: «Mi vestido es marrón». También ésta es una frase que he repetido mucho tiempo para mí. Durante el día murmuraba para mí estas frases que me gustaban tanto: «Asesino de Gilonne», «Isabel se va», «mi vestido es marrón», y me sentía inmensamente feliz.