Si el escritor entiende que
las historias son ante todo, historias, y que el mérito de las mejores es dar
origen a un sueño vívido y continuo, raro será que no se interese por la
técnica, ya que la mala técnica es lo que más rompe la continuidad e impide que
dicha ilusión se desarrolle. Y no tardará en descubrir que cuando manipula
deslealmente lo que escribe —forzando a los personajes a hacer cosas que no
harían si se vieran libres de él; introduciendo demasiado simbolismo (con lo
que disminuye la fuerza de la narración al quedar excesivamente dirigida al
intelecto); o interrumpiendo la acción para moralizar (por importante que sea
la verdad que desee predicar); o "inflando" el estilo hasta el punto
de que éste destaque más que el más interesante de los personajes—, el
escritor, con estas torpezas, estropea su creación.
(...)
Cuanto más abstracto es un
escrito, menos vívido es el sueño a que da lugar en la mente del lector. Hay
mil maneras de estar triste, feliz, aburrido o malhumorado, y el adjetivo
abstracto no dice casi nada. El ademán preciso, sin embargo, refleja con toda
exactitud el único sentimiento que corresponde al momento. A esto es a lo que
se refieren los profesores de literatura cuando dicen que hay que «mostrar» en
lugar de «decir». A esto y a nada más, habría que añadir. Los buenos escritores
pueden «decir» casi todo lo que tiene lugar en la ficción que escriben, salvo
los sentimientos de los personajes. Se le puede decir al lector que el
personaje fue a una escuela privada (no hay necesidad de escribir un episodio
que tenga lugar en la escuela privada si éste no es importante para el resto de
la narración), o se le puede decir al lector que al personaje en cuestión no le
gustan nada los espagueti; pero con raras excepciones, los sentimientos de los
personajes se tienen que evidenciar: el miedo, el amor, la excitación, la duda,
la turbación o la desesperación sólo tienen verosimilitud cuando se presentan
en forma de acontecimientos, es decir, de acción (o ademán), de diálogo o de
reacción física ante el entorno. El detalle es la savia de la ficción
literaria.
(...)
Cuando los fluidos corren,
cuando el escritor está «lanzado», es como si una pared invisible se
derrumbara, y entonces éste pasa con soltura de una realidad a otra. Cuando no
está inspirado, el escritor tiene la sensación de que todo es mecánico, que
está hecho de componentes numerados: no ve el todo sino las partes, no ve
espíritu sino materia; o para decirlo de otra forma, en dicho estado el
escritor, cuando contempla las palabras que ha escrito en la página, no
consigue ver más que palabras en una página, y no el sueño vivo que éstas han
de desatar. Pero cuando de verdad escribe —cuando está inspirado—, el sueño
surge lleno de vida: el escritor se olvida de las palabras que ha escrito y ve
a sus personajes moviéndose por sus habitaciones revolviendo en los armarios,
buscando entre la correspondencia con gesto irritado, poniendo trampas para
ratones, cargando pistolas.
"Para ser novelista"
-extractos-