Sólo
el escritor que ha llegado a comprender lo difícil que es contar una historia
de excepcional calidad -sin manipulaciones fáciles, sin romper su continuidad,
sin jactancia ni cohibición- está en condiciones de apreciar en su totalidad la
"generosidad" de la ficción.
En la mejor ficción
narrativa, la trama no es una sucesión de sorpresas, sino una sucesión cada vez
más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión. Uno de los
errores más habituales de los escritores noveles (de los que entienden que
escribir novela es contar historias) es creer que la fuerza del relato radica
en la información que se retiene, es decir, en que el escritor consiga
tener al lector siempre en sus manos, para descargarle el golpe definitivo
cuando menos se lo espera. La ficción avara es aquélla en la que el autor se
niega a tratar al lector de igual a igual
Supongamos, por ejemplo, que
el escritor ha decidido contar la historia de un hombre que se traslada a vivir
a una casa que está al lado de la casa de su hija, una jovencita que no sabe
que su nuevo vecino es su padre. El hombre -llamémosle Frank- no le dice a la
muchacha -que podría llamarse Wanda- que es hija suya. Se hacen amigos y, a
pesar de la diferencia de edad, ella comienza a sentirse atraída sexualmente
por él.
Lo que el escritor necio o
inexperto hace con esta idea es ocultarle al lector la relación padre-hija
hasta el último momento, y al llegar a este punto salta y exclama:
"¡Sorpresa!" Si el escritor cuenta la historia desde el punto de
vista del padre y se guarda un detalle tan importante, no respeta el
tradicional pacto lector-escritor, es decir, le hace una jugarreta al primero.
Por otro lado, si la
historia está contada desde el punto de vista de la hija, el recurso es
legítimo porque el lector sólo puede saber lo que la chica sabe. Lo que ocurre
entonces, sin embargo, es que el escritor hace mal uso de la idea. En esta
historia, la hija es simplemente una víctima, puesto que no conoce los hechos que
le permitirían optar por alternativas, a saber: afrontar sus
sentimientos y tomar una decisión, bien aceptando el papel de hija, bien
escogiendo violar el tabú del incesto.
Cuando el personaje central
es una víctima, no quien actúa, sino sobre quién se actúa, no puede
haber auténtica intriga. Es cierto que en la gran narrativa no siempre es fácil
distinguir si el personaje central es al mismo tiempo agente. La institutriz de
Otra vuelta de tuerca negaría rotundamente que está actuando en
complicidad con las fuerzas del mal, pero poco a poco, con gran horror por
nuestra parte, nos damos cuenta de que así es.(...)
En el análisis final, la
verdadera intriga viene con el dilema moral y la valentía de tomar decisiones y
actuar en consecuencia. La falsa intriga proviene de la sucesión absurda y
accidental de los acontecimientos. El escritor más hábil o experto proporciona
al lector, a su debido tiempo, la información necesaria para comprender la
historia, con lo que éste, a medida que lee, en lugar de preguntarse "¿Qué
les ocurrirá ahora a los personajes?" lo que se plantea es: "¿Qué
hará Frank a continuación? ¿Qué diría Wanda si Frank decidiera...?" y así
sucesivamente.
Al entrar en la historia de
esta forma, el lector siente auténtica intriga, o lo que es lo mismo, auténtico
interés por los personajes. Toma parte activa, por secundaria que sea, en el
desarrollo de la historia: especula, intenta prever, y como se le ha
proporcionado información importante, está en situación de advertir el error si
el autor extrae conclusiones falsas o poco convincentes, si fuerza el
desarrollo en una dirección que no sería natural, o si atribuye a los
personajes sentimientos que nadie tendría de hallarse en lugar de éstos.
(...) La moralidad de la
historia de Frank y Wanda no reside en que éstos opten por no cometer incesto o
decidan que sí lo cometerán. La buena narrativa no se ocupa de los códigos de
conducta -o, en todo caso, lo hace indirectamente. El joven escritor que
comprende por qué es más inteligente presentar el caso de Frank y Wanda como
una historia de dilema, sufrimiento y necesidad de optar por una u otra
alternativa, está en situación de comprender la generosidad de la buena
narrativa. El escritor inteligente, para conferir fuerza a su relato, confía en
los personajes y en el argumento, y no en la treta de guardarse información, ni
siquiera en hacerlo al final.
Dicho de otra manera, el
escritor procede abiertamente, evoluciona en la cuerda floja, sin red. Y
también es generoso en el sentido de que, a pesar de su dominio de las técnicas
narrativas, sólo recurre a las que convienen a la historia: es, literalmente,
servidor de ésta y no un doncel que utiliza la historia como mera excusa para
alardear. Aunque esto no quiere decir que el escritor no conceda importancia a
la realización. Las técnicas que emplea porque la historia lo exige las emplea
con brillantez. Trabaja totalmente al servicio de la historia, pero con
elegancia.
(...) La buena novela tiene
hondura intelectual y emotiva, lo cual significa que una historia cuya idea
central sea estúpida, por brillantemente contada que esté, lo será igualmente.
Tomemos un ejemplo sencillo. Un joven periodista descubre que su padre, que es
el alcalde de la ciudad y que ha sido siempre un héroe para él, en secreto
posee burdeles y sex-shops y practica la usura. ¿Descubrirá el pastel el hijo?
Sean cuales fueren sus actividades secretas, ha sido el padre de nuestro
periodista quién le ha enseñado todos los valores que defiende, entre ellos la
integridad, la valentía y la conciencia social. ¿Qué hará el periodista?
¿Y a quién le importa? Como
planteamiento es una imbecilidad. Su primer error es que el conflicto que
presenta (¿qué es más importante, la integridad o la lealtad personal?) carece
de interés. Es tan obvio que la integridad personal se puede someter a las
exigencias de un tipo más elevado de integridad, que no vale la pena hablar de
ello. Y en el caso de esta historia hipotética, la vileza del padre es de tal
calibre que sólo a un tonto le atormentará la duda de si debe o no anteponer la
lealtad personal.
El error más grave de esta
idea es que no empieza por el personaje, sino por la situación. El personaje es
la vida de la novela. El ambiente existe sólo para que el personaje tenga un
entorno en el que moverse, algo que ayude a definirlo. El argumento existe para
que el personaje pueda descubrir algo de sí mismo, y, en el proceso, revelar al
lector cómo es él realmente: el argumento obliga al personaje a decidir y a
actuar, lo transforma de estética construcción en ser humano vivo que toma
decisiones y paga las consecuencias u obtiene recompensas.(...)
En casi toda buena novela,
la forma básica -casi ineludiblemente- de la trama es: un personaje central
quiere algo, lo persigue a pesar de la oposición que encuentra (en la que,
quizá, se incluyan sus propias dudas) y gana, pierde o se inhibe.